Por el Dr. Renny Pacheco Calderón
Imagina un mundo donde el agua nunca se mezclará con los ríos, donde el aire se dividiera en capas estancadas de oxígeno «puro» y nitrógeno «inmutable». Sería un planeta muerto. Sin embargo, los humanos llevamos siglos obsesionados con versiones sociales de esta fantasía: razas «no contaminadas», culturas «auténticas», ideologías «incorruptibles». ¿Cuántas guerras, persecuciones y genocidios se han cometido en nombre de estas quimeras? La ironía es que las leyes fundamentales del universo, las mismas que nos permiten existir, desmienten radicalmente este ideal.
La termodinámica de la mezcla: cuando el desorden crea vida
La segunda ley de la termodinámica nos enseña que los sistemas naturales tienden espontáneamente al caos ordenado: las moléculas se mezclan, las energías se equilibran, las fronteras se difuminan. Tomemos cualquier reacción química: por más que favorezca la formación de productos (digamos, agua a partir de hidrógeno y oxígeno), nunca llegará al 100% de pureza. Siempre quedará una fracción de reactivos sin reaccionar. ¿Por qué? Porque la entropía, esa fuerza imparable que mide el desorden, premia la diversidad. En una reacción química, la mezcla de moléculas diferentes (reactivos y productos) aumenta los estados posibles del sistema. Es como si la naturaleza prefiriera un ‘abrazar’ caótico a una ‘rigidez’ ordenada: así se cumple la segunda ley.

Piensa en un vaso de agua con sal. Por mucho que intentes separar los cristales de cloruro de sodio del líquido, la termodinámica se resiste: la mezcla es el estado energéticamente favorable. De hecho, obtener sustancias puras es antinatural: requiere centrifugadoras, destilaciones y un gasto absurdo de energía. El uranio enriquecido para reactores nucleares, las proteínas de laboratorio para medicinas, incluso la azúcar refinada en tu café, todos son ejemplos de cómo la pureza es un lujo artificial y costoso.
Biología: la pureza como enfermedad
Este principio se repite en los seres vivos. Considera un caso extremo: los guepardos del Serengueti. Su acervo genético es tan homogéneo (tan «puro») que un solo virus podría exterminar a toda la especie. Por esto, no nos equivocamos si afirmamos que en general y como nos indica las leyes termodinámicas y también la biología, la pureza en las poblaciones, no solo no es espontaneo, sino que, además es poco deseable, mientras que la mezcla de las poblaciones resulta espontánea y benéfica. Compara esto con los humanos, cuyo ADN lleva fragmentos de virus ancestrales (¡el 8% de tu genoma!) y cuya supervivencia depende de los 39 billones de microbios en su intestino. Tu cuerpo es un ecosistema, no un templo de pureza.

Las sociedades, como los organismos, obedecen esta ley. En 1492, mientras España expulsaba a los judíos sefardíes (perdiendo saberes claves), el Imperio Otomano que los acogió vio florecer su medicina y comercio. Fue un intercambio de ‘energía social’: ganó quien permitió la mezcla. Y esta historia no es una excepción: desde la Venecia medieval (donde convivían árabes, cristianos y eslavos) hasta el Silicon Valley actual (donde el 60% de los ingenieros son migrantes), la mezcla es sinónimo de resiliencia.
Contra la tiranía de lo incontaminado
Aquí radica la paradoja: mientras la naturaleza celebra la hibridación —desde el polen que cruza continentes hasta las placas tectónicas que recombinan minerales—, ciertos discursos políticos, religiosos y culturales insisten en construir muros. Pero la física es clara: mantener sistemas «puros» exige un gasto constante de energía (leyes migratorias estrictas, censura ideológica, limpiezas étnicas). Es como intentar vaciar el océano con un cubo: agotador y, al final, inútil. El Tercer Reich cometió un error termodinámico: intentó convertir a Alemania en un ‘sistema cerrado’, gastando energía en purgas y censura. Mientras, ciudades como Nueva York, donde el 40% de los habitantes nació fuera de EE.UU., prosperaron precisamente porque funcionan como ‘sistemas abiertos’, donde el flujo de ideas y personas alimenta su entropía creativa. La termodinámica lo predice: la diversidad es energía aprovechada; la pureza, fricción inútil.

Cuando no resultan bloqueadas artificialmente y se dejan fluir naturalmente, las culturas, las ideologías, las visiones políticas y las personas tienden a mezclarse y esta mezcla que nos hace más diversos, también nos hace más fuertes, de cara a los retos que como sociedad debemos superar.
La próxima vez que alguien hable de «preservar la esencia» de algo, recuerda: hasta el diamante más perfecto tiene átomos de nitrógeno en su red cristalina. La vida es contaminación, intercambio, entropía. Y eso, afortunadamente, no es una debilidad: es la razón por la que seguimos aquí.
Y tu, ¿Qué opinas? ¿La pureza nos hace más fuertes o más ´débiles?

Renny Pacheco es biólogo y Dr. en Neurociencias. Conferencista e instructor en áreas de Neuroventas, Neuromarketing y Neurogastronomía y coordinador de un Diplomado en Neuronegocios. Posee una amplia experiencia en la investigación científica, modelos de emprendimiento y negocios.